La flor del payaso
02.01.2013 21:37
Estimado Moncho; no pude verte aquí en Sevilla, pues mi bolsillo no me lo permite actualmente. Pero un íntimo amigo; Manu Albarrán Asencio, al que conoces, te vio y me dijo que estuviste enorme. Que lo mismo haces reír que llorar. Eso ya lo sabía yo pues te sigo y te admiro desde el un, dos, tres. Así que en otro momento será. Solo te escribo para desearte lo mejor para este año que acaba de comenzar. No nos conocemos, al menos tú no me conoces a mí; pero te aprecio tanto como si fueras ya uno de mis íntimos. Un enorme abrazo y muchos éxitos en todas las parcelas de tu vida.
Hace muchos, muchos años, había una preciosa niña que de nombre le pusieron soledad. Nos situaremos en la Navidad de la España convulsa entre 1937 y 1938. Soledad había pasado sus nueve años de vida en Guernica, la ciudad que la vio nacer. Y paseaba por entre los escombros de esa derruida ciudad, con ojos desvanecidos y una mirada muerta. Aquella niña, había perdido a toda su familia en el fragor de aquella absurda guerra de descerebrados. Había perdido todo cuanto para ella había simbolizado la alegría, la estabilidad y la inocencia. La habían violado soldados de algún pelotón de reconocimiento, y había visto morir a centenares de niños. Pero no lloraba. Ya no podía. Se le habían secado las lágrimas. Simplemente deambulaba de un lugar a otro, como alma errante que busca un motivo para seguir viviendo.
Cuando Soledad, que se había abrigado con algún abrigo militar que encontró en su vagar constante, pasó junto a las instalaciones de un abandonado circo; se sorprendió al ver, entre los cascotes, una margarita. Se acercó, y al intentar cogerla; vio que quien sostenía aquella margarita era un payaso muerto. Soledad, se hincó de rodillas y rompió a llorar, a llorar y a llorar. El alma se le había hecho añicos. Aquello fue para ella, la última evidencia de que la humanidad ya no tenía arreglo. Todavía con lágrimas en los ojos, cogió la margarita y se la llevó al corazón. Deseó, con todas sus fuerzas, que naciera alguien con la capacidad de transmitir los auténticos valores de la vida. Alguien que hiciese reír y llorar y tuviese el don de la ternura. Y deseó que aquella persona tendría que ser un payaso. En ese preciso instante, una bala perdida le arrancó la poca vida que le quedaba y cayó al suelo desplomada.
El soldado propietario del proyectil, se acercó con el rostro totalmente descompuesto. Bajo la ropa militar, comprobó espantado que solo era una niña. La había confundido con un soldado.
Aquel joven armado cogió la margarita, la besó y se la guardó.
Dos meses después lo alcanzaron en Galicia.
Un 25 de diciembre, en la Navidad de 1949, nace un niño gallego. Este niño, con una sensibilidad a flor de piel, crecería y se convertiría en un admirado y querido payaso con la capacidad de hacer reír, y de hacer llorar. Con la capacidad de transmitir ternura, y la incólume magia de un niño. Esa persona aún está entre nosotros y se hace llamar Moncho Borrajo.
Un fuerte abrazo Moncho, no cambies jamás.
Hace muchos, muchos años, había una preciosa niña que de nombre le pusieron soledad. Nos situaremos en la Navidad de la España convulsa entre 1937 y 1938. Soledad había pasado sus nueve años de vida en Guernica, la ciudad que la vio nacer. Y paseaba por entre los escombros de esa derruida ciudad, con ojos desvanecidos y una mirada muerta. Aquella niña, había perdido a toda su familia en el fragor de aquella absurda guerra de descerebrados. Había perdido todo cuanto para ella había simbolizado la alegría, la estabilidad y la inocencia. La habían violado soldados de algún pelotón de reconocimiento, y había visto morir a centenares de niños. Pero no lloraba. Ya no podía. Se le habían secado las lágrimas. Simplemente deambulaba de un lugar a otro, como alma errante que busca un motivo para seguir viviendo.
Cuando Soledad, que se había abrigado con algún abrigo militar que encontró en su vagar constante, pasó junto a las instalaciones de un abandonado circo; se sorprendió al ver, entre los cascotes, una margarita. Se acercó, y al intentar cogerla; vio que quien sostenía aquella margarita era un payaso muerto. Soledad, se hincó de rodillas y rompió a llorar, a llorar y a llorar. El alma se le había hecho añicos. Aquello fue para ella, la última evidencia de que la humanidad ya no tenía arreglo. Todavía con lágrimas en los ojos, cogió la margarita y se la llevó al corazón. Deseó, con todas sus fuerzas, que naciera alguien con la capacidad de transmitir los auténticos valores de la vida. Alguien que hiciese reír y llorar y tuviese el don de la ternura. Y deseó que aquella persona tendría que ser un payaso. En ese preciso instante, una bala perdida le arrancó la poca vida que le quedaba y cayó al suelo desplomada.
El soldado propietario del proyectil, se acercó con el rostro totalmente descompuesto. Bajo la ropa militar, comprobó espantado que solo era una niña. La había confundido con un soldado.
Aquel joven armado cogió la margarita, la besó y se la guardó.
Dos meses después lo alcanzaron en Galicia.
Un 25 de diciembre, en la Navidad de 1949, nace un niño gallego. Este niño, con una sensibilidad a flor de piel, crecería y se convertiría en un admirado y querido payaso con la capacidad de hacer reír, y de hacer llorar. Con la capacidad de transmitir ternura, y la incólume magia de un niño. Esa persona aún está entre nosotros y se hace llamar Moncho Borrajo.
Un fuerte abrazo Moncho, no cambies jamás.